No estoy segura del paso que di después de la Noche de la Nostalgia. Yo acepté, casi de buen agrado ir con mi pareja a bailar oldies y entre tangos, cumbias del 70, Nicky Jones y boleros del tipo “me muero por tener algo contigo”, lo único que sentí fue cierta sensación de no va más. Él se sentía feliz porque él es feliz con todas las nostalgias, digamos que es un nostalgioso por naturaleza. A veces veo que se aguanta de no llorar cuando se acuerda de sus vacaciones en Piriápolis cuando era chico o de aquel autito de Reyes, el último antes de saber la verdad definitiva acerca del origen de Gaspar. Un autito que forma parte de una colección que guarda en una vitrina de su living. En la Noche de la Nostalgia él se sentía tan feliz en su propio mundo que por un momento pensé que no estaba conmigo sino vaya a saber con cuál de sus primeras novias. Eso me hizo sentir cierta forma de marginación que todavía no ha sido recogida en los Derechos Humanos. Una marginación solapada, encubierta, que no me permitió en esos momentos ser yo misma y mucho menos cuando me veía con esa vieja pollera de corderoy que me compró en la feria americana del barrio y yo me puse solo por complacerlo. Por todos los medios intenté ser flexible, espontánea y maravillosa, pero no pude. No sé si influenciada por cierto patriotismo decidí que no terminaría agosto sin que yo pudiera hacer mi propia declaratoria de la independencia. Y así fue que se me ocurrió la idea de declarar nulos, írritos y sin ningún valor todos mis compromisos con él y en la madrugada del 25 de agosto me fui a vivir con mi abuela. Pero al otro día ya estaba sintiendo una nostalgia espantosa por él, por la pollera de cordero y que no quise llevarme y, lo que es peor, por su colección de autitos. Me desespera que la nostalgia haya sido más fuerte que la declaratoria de la independencia. Si, como parece ser, pasé de haber rechazado la nostalgia a sentirme nostálgica, eso es una señal inequívoca del poder de la nostalgia. La nostalgia es así: una especie de hiedra que nos lleva tan pronto a querer escuchar su risa loca como a abrazarnos de una carátula antigua de un disco de la tortuga Manuelita o, en mi caso, a necesitar la presencia de una colección de autitos que ni siquiera es mía. Por otro lado, mi necesidad de ser yo misma y sentirme independiente, esa necesidad que me llevó a declarar írrita, nula y sin ningún valor la pollera de corderoy, me parece que no es algo que se tenga que tomar a la ligera. Me da mucho bronca comprobar que la nostalgia y la independencia no siempre van juntas, aunque en este país las hayamos juntado en el almanaque. En mi caso tendría que elegir entre ser nostálgica de la independencia o independiente de la nostalgia. O definitivamente ni una cosa ni la otra y volver con él antes de que empiece a no sentir nostalgias de mí. Espero poder decidirlo antes de que llegue el Día del Patrimonio. Si no es así voy a caer en un pozo nostalgioso de solo pensar que fue precisamente en ese día cuando nos conocimos en una cola para entrar al Palacio Santos.
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